miércoles, 3 de diciembre de 2008

12)

—Ponele… esperá… ponele… ¿cuánto dio?
—Sesenta y cinco punto nueve.
—Ponele setenta y… —se callaba y volvía a mirar los números alrededor de la torta impresa en el informe.

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Números. Opiniones que se transforman en números. Números que se expresan en porcentajes. Números que hacen mensurables las percepciones de la gente. Números a través de los cuales intentamos decir algo. Marche una operación para ese número.

En las consultoras hay reglas, por ejemplo, todo número, se publique o no, está sometido a la conveniencia del que paga por ellos. O no todo número es inocente, o todo número es digitado. Bueno, como en TODAS las cosas, en realidad nunca es TODO, pero sí una parte importante, o mejor dicho la parte en la cual decido poner el acento. Lo que quiero decir es que ciertos números tienen una pretensión de razonamiento sin contingencia. Es decir, se quita la opción de que algo sea o no sea para prevalecer lo que DEBE ser: que lo que baja no baje mucho y lo que no subió, suba un poco.

En la consultoría los números tienen que cerrar. Es la pretensión científica de los pareceres humanos. Cerrar como el huevo, como el cero, como el cien, como la rueda. Las cosas tienen que cerrar, en el mejor de los casos, y no como este tiempo que nos toca vivir donde nos hallamos inmersos en la peor de las crisis. La peor de las crisis es aquella que no se puede explicar, que no cierra, por ejemplo la ausencia de monedas en la calle. Esa sí es una crisis fulera. Frente a este panorama, se hace necesario redondear los números y para que los números cierren, en cada transacción rompemos el libreto del contrato implícito entre vendedores y compradores para dar rienda suelta a la especulación sin intercambio de mercancías. Entonces te toca presenciar este tipo de escenas en un Kiosko cualquiera del barrio de Balvanera:

—Hola, me das un Marlboro diez.
—Sí, dos con veinticinco.
—Tengo dos con quince, o sino te puedo pagar con cuatro o si preferís con cinco pesos.
—Pero no tengo monedas para darte.
—Hagamos una cosa, te compro un Marlboro Box, ¿qué te parece?
—Tampoco, no tengo monedas.
—Pero ¿como hacés para vender? Porque vos ofertás productos que se valorizan en centavos. Digamos, esto no es GARBARINO.
—Flaco, yo no estoy acá para darte cambio a vos.
—Hay una confusión: yo no quiero cambio, lo que quiero es un Marlboro diez. O sino un Marlboro Box.
—Entonces comprá algo de dos, cuatro, seis, cinco, siete, ocho, nueve o diez pesos.
—Pero eso es una locura, yo quiero comprar un Marlboro diez. Y estoy dispuesto a comprar diez cigarrillos más con tal de poder completar la compra. Es decir, para ser digno de tus monedas.
—Está bien, pero a mí los puchos no me dejan un mango.
—¿Pero dónde querés que los compre si no es en este o en cualquier otro kiosko de la ciudad en donde los puchos tampoco le dejan un mango?
—Andate a otro Kiosko, flaco y no me molestes más. Ese es tu problema.

Hay una cifra en mi vida que no me la olvido más: tres con noventa y nueve. Era el valor de un producto preciado, pero también era algo más.

El tres con noventa y nueve me transporta a mi niñez y a la Ciudad de Mar del Plata. Entonces solía caminar por la calle Boulevard Marítimo a la altura de peatonal San Martín, pleno centro de la ciudad-balneario. Allí había (y sigue habiendo) un edificio de ladrillos rojo intenso y blancas persianas rectangulares con balcones de estilo inglés. Reminiscencias de una Feliz estilo Victoria Ocampo. En ese edificio, mis abuelos tenían un departamento en el cual pasaba las temporadas de verano. El dormitorio tenía un ventanal que arrancaba en el piso y que daba a la avenida y más allá a la arena, y un poco más allá al mar. Era precioso. Pasaba las noches acompañando el desvelo de mi abuela y mientras conversábamos, mirábamos a la gente que iba de aquí para allá, caminando o en coche. Recuerdo que me detenía a espiar a las parejas que se perdían en la oscuridad de la playa o al grupo de jóvenes que cargaban troncos para una fogata a puro canto y guitarra. Las cosas sucedían sobre la Playa Popular, así se llamaba y así se sigue llamando ese arenero a secas, sin carpas ni sombrillas de alquiler. Ni de noche ni de día íbamos ahí. Mis abuelos abonaban todos los años su carpa, la trece dieciséis, pasillo tres, en Punta Iglesia, una pequeña playa que lindaba con la popular. La separación estaba dada por el muelle del Club de Pescadores, con su famoso cartel luminoso, característico de las postales marplateneses, que variaba su inscripción con el tiempo. En aquella época se leía BALCARCE, luego se publicitó CELUSAL, y en la última etapa QUILMES. Todas las noches me dormía con esa luz anaranjada que se proyectaba hasta mi colchón a través de las rendijas de las persianas. En esa playa de olas pronunciadas aprendí a barrenar con las tablas de telgopor que se partían al medio.

Una tarde que caminaba por la rambla del Boulevard, me detuve frente a la vidriera del local donde compraba las tablas y ví lo absoluto. Un autito Subaru, color verde, familiar. Como a muchos, me fascinaba coleccionar autitos, y más aún si eran parecidos a los que transitaban en las calles de mi ciudad. Me hubiese encantado haber tenido un Fiat 128 o un Peugeot 505, pero los cochecitos eran importados y los modelos nacionales simplemente no existían en miniatura. Por lo pronto el Subaru estaba bien. Es singular este recuerdo, dado que no tengo otro en esa situación, es decir caminando por las calles de Mar del Plata solo, sin acompañantes adultos. Yo tendría unos diez u once años, más no, ya que otros destinos turísticos me esperaban en mi adolescencia próxima. Recuerdo las ganas que tenía de entrar al comercio, sacar mi billetera —ya tenía una con velcro— poner los billetes arriba del mostrador y completar la transacción. Busqué rápidamente el precio en esa marquesina sobrecargada de chiches. Por encima del Subaru aparecía una cartulina con un fondo fluorescente de relieves en punta y un número centrado: el tres. Si, tres australes. Tres billetes verdes. Tres rivadavias. Lo puedo comprar, pensé. Yo tengo tres australes. Pero al lado del tres, arriba, bien chiquito apenas se leía noventa y nueve.

Tres con noventa y nueve australes.

Que decepción. El número grande lo tenía, me faltaba el chiquitaje. Maldita estrategia comercial. Qué cerca estaba de conseguir el Subaru por las mías. Una puerta de entrada al mundo de los adultos: salir a pasear, ver algo que te gusta, fijarse que el valor es acorde a lo que llevás encima, entrar, hacer el intercambio, salir, subir a casa, abrir la puerta con tus llaves, hacerte un Nesquik, ir al living, tirarte al suelo mientras hacés las presentaciones correspondientes entre el Subaru y la grúa, el camión de bebidas, el mercedes benz, el General Lee coupé y el Dodge 1500, y que aparezca mamá y te pregunte:

—¿Y ese autito familiar, es nuevo?
—Si mami, lo compré recién, antes de subir.

Estuve cerca de concretar mi fantasía de la vida de adultos: a menos de un austral. Esos tres australes con noventa y nueve centavos no me los olvido más.

Como no me olvido más el número cuatrocientos sesenta y dos. Esa fue la cantidad de ediciones de la revista El Gráfico que logré coleccionar de manera consecutiva. Con una frecuencia de salida semanal, hago la cuenta ahora y me da ocho punto ochenta y ocho. Casi nueve años sin que me falte un número. Yo era de esos que los lunes alrededor de las siete y media de la tarde se plantaba frente al Kiosko de revistas a esperar que llegara el camión con la última tapa. ¿Será River, será River? Era Boca.

Y algo más enroscado que hacía era contar la cantidad de hojas escritas por materia del colegio. Una especie de ranking semanal. Entonces tenía: MATEMÁTICA cincuenta y tres hojas. LENGUA treinta y tres hojas, BIOLOGÍA veinte hojas, RELIGION dos hojas y media. Aún hoy me resulta un acertijo esa conducta.

También llevaba un registro con los goles por fecha del campeonato de Primera División. Una especie de Alejandro Fabbri en potencia. Y esa costumbre se extendió al partido semanal que jugábamos con mis compañeros en el campo de deportes de la escuela primaria. Blanco: cinco goles. Tabla de goleadores que prometía una copa a fin de año al goleador que nunca llegaba.

También me acuerdo del domingo catorce de mayo de mil novecientos ochenta y nueve. Me acuerdo que llegué a casa a eso de las siete de la tarde, saqué una hoja y un lápiz y en una columna escribí el nombre de cada provincia argentina. Puse canal nueve, estaba Romay, y así tenía la mise en scène de mi centro de cómputos hogareño. Seguiría los resultados de esas elecciones.

Atención Sr. Romay tenemos datos finales de la mesa nueve de Puerto Madryn, cuatrocientos quince votos para la formula MenemDuhalde y doscientos treinta y cuatro para la dupla radical AngelozCasella.

Y así iba anotando los resultados por provincia, hasta que a eso de las diez y media de la noche, mi viejo abrió la puerta y me mandó a la cama: Dale que mañana tenés que ir al colegio. Mañana te enterás quien gana por los diarios. Negocié quince minutos más y me fui a dormir. Mientras dormía ganaba Menem.

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—Esperá… ponele… ¿como viene el evolutivo de la imagen?
—Está más arriba que Gandhi.
—Dale, decime como viene.
—En septiembre tenía sesenta y seis punto dos, en octubre sesenta y nueve punto nueve y el mes pasado setenta y uno punto uno.
—¿Y la gestión como dio en esta medición?
—Sesenta y nueve punto cinco.
—Entonces ponele… ponele… setenta y uno punto nueve.
—Pero está más alta que el mes pasado.
—No importa hacelo, para bajarlo siempre hay tiempo. Además no puede estar la imagen por debajo de la evaluación de gestión. Y además no puedo ir con esos números.

Junté los papeles, bajé las escaleras, me senté frente a la computadora, borré el seis, el cinco, el punto y el nueve. Presioné las teclas del siete, del uno, del punto y del nueve y escribí: algo más de siete de cada diez entrevistados poseen una imagen positiva de…

1 comentario:

MggC dijo...

"Ponete una concesionaria" es mi frase preferida a la hora de ningunear al kiosquero que te atiende con una soberbia digna de algun pez gordo de la UIA, y declina tu ¿oferta? para el pago de algún producto de los que embellece su flaca góndola, aduciendo razones relativas al "cambio chico" (¿qué otro tamaño puede tener el cambio?). Escuché por ahí que los chinos, sí los chinos, hacen cola en todos los bancos (no entendí si de la ciudad o del país) para quedarse con todas las monedas que día a día se ponen a disposición del público. Ojo, lo que sí es cierto es que ninguna transacción se cae en un "chino" por la pavada de la falta de monedas...
Hermoso relato sobre tu cándida niñez en mardelplata.