viernes, 7 de noviembre de 2008

10)

Estoy leyendo el libro de Schmidt en tiempo record. Me lo estoy tragando, como se dice. Hacía rato que no deglutía un libro de esta manera. La TV y los textos de teoría política quedaron en un segundo orden incluso. Salvo la noche en que Obama fue electo presidente. A Obama no le digo negro como a Menem no le decía turco. Odiosa pero precisa comparación. A Chacho le decía Chacho, pero todos le dicen Chacho, los que lo votaban y los que le chupaba un huevo su candelero noventista. A Carrió nunca le dije Lilita y a Fernández le digo Cristina y no conchuda o revanchista o montonera como los vecinos de zona norte. Así llamo a un tramo de las cosas. Y al libro de Schmidt, decía, me lo estoy tragando así, tranquilo y en continuado, en dos días por ahora y con un tercero para hacer la digestión. Aplauso para Schimdt, gracias por la magia. A Esteban, a quien no conozco salvo por este medio, le digo Schmidt.
A mi jefe lo llamo por el nombre pero cada vez menos, porque cada vez nos cruzamos menos y ya prácticamente no lo menciono afuera de la oficina. No lo cito, digamos. En el último tiempo, a fuerza de plantarme en cuestiones de fondo en el laburo, el tipo ya no me llama más por el sobrenombre que me endilgó cuando era un pichón, acá. Ahora me dice Diego y hasta cuando cruzamos un par de palabras sobre el tema de turno del país le dice a mis compañeros que digo cosas ciertas. También digo que es chanta, como Manteca, pero acá no dice nada. Claro, no se lo digo así, con ese tono, porque no viene al caso y hasta no conseguir otra cosa, mejor no crearse un desplante mal educado. Pensándolo mejor, sería más preciso llamarlo ladrón, a secas. O mejor chanta y ladrón, que por cierto no son términos rivales y bien pueden ir en una frase con nexo coordinante mediante.
Decía que cuando charlamos lo hacemos de política por varios motivos, pero sobretodo porque laburamos en una consultora de opinión pública. Él como dueño y yo como empleado, predilecto en su momento y paria hoy. Y lo de paria calza justo porque cuando entré era un gil que quería hacer familia en todos lados. Claro, después comprendí en qué consistía eso de lo familiar en la empresa. Solo en el marco de una familia alguien puede limpiar la mierda del otro. Y cuanta mierda que hay en las consultoras. Cuantos egos poco meditados y cuanta ambición desmedida. Las consultoras en los últimos tiempos se constituyeron en las usinas de la desmesura.
Decía que tengo que cuidar el laburo porque hace poquito me independicé mentalmente de mi familia, la posta, de la que salí, y me di cuenta que laburo porque soy libre pero no igual. ¿PERDÓN? Si, laburamos porque somos libres pero no iguales. Y lo repito porque soy politólogo y todavía no tengo un discernimiento total de mi vida, entonces si se me ocurre poner en una oración las dos categorías más importantes de la historia humana de los últimos, digamos, doscientos y pico de años en relación a mi vidita todavía me produce jactancia. Pero cada vez menos.
Estoy por cumplir cinco años en esta consultora. Cinco años de mis treinta y piquito. Y pienso en mis treinta y piquito y pienso también que el libro de Schmidt es aleccionador y testimonial. De los de cuarenta y piquito hacia los de treinta y piquito. Pero lo pienso así, rápido, y lo tipeo y después veo. Como cuando en los años noventa escuchábamos Juguetes Perdidos y la canción te marcaba la distancia generacional entre el portador de la pelada escénica y las bombitas pequeñitas de abajo. Este asunto está ahora y para siempre en tus manos, nene. Y se terminaba el recital conceptual. Después te regalaba un JiJiJi para que te sacudas y te vayas a dormir, colmado y vacío. Esa mezcla rara que te dejaba un recital ricotero, luego de dos horas vacuas de intentar atrapar el instante lleno.
Pero sigamos, entonces después de cinco años acá, un día me pudrí del todo, me apagué del todo y a la vez me saqué de encima algunos lastres del tipo mandato y en pleno conflicto con el campo senté precedente. Hago un breve rewind para contextualizar, para que se entienda minimamente el camino andado, ese sendero de luces de artefactos que transité. A fines del 2003 y con el aprobado en inglés terminé los estudios como politólogo en la UBA. Ese año lo había dedicado por entero a sacarme de encima las materias rezagadas y quería reinsertarme rápidamente en el mercado laboral. El fantasma de la vagancia me asechaba. Mire a los costados a ver que tenía a mano. La novia de un amigo, en ese entonces, trabajaba en una consultora de opinión pública.
- ¿De qué es el trabajo?
- De encuestador telefónico.
- Fucking teléfono
Mierda, pensé. Los politólogos seremos los ingenieros taxistas del alfonsinismo.
Y así arranqué, antes del año logré destacarme y se enteraron que estaba recibido. Vamos con los pibes, pensaron. Vamos a crear nuestras inferiores. Son sanitos, están con ganas, se creen todo esto, apuestan a llegar a algún lado y sobretodo son educados. No reclaman nada, apenas que no se les grite y se le pida las cosas por favor, son de la generación desgremializada. Los pibes son baratos y quizá te salvan. Vamo, vamo lo pibe.
Como decía, en menos de un año me promocionaron al área de analistas de proyectos de la unidad de negocios de Opinión Pública. A laburar con partidos, gobierno, medios, etc. Mi kirchnerismo, sin prebendas, previo al ingreso a la consultora cuajaba perfecto con quien garpaba los laburos. Iba perfecto con la practicidad ideológica de mi jefe. Vamos K, vamos dieguito. TODOS UNIDOS TRIUNFAREMOS.
Y así seguimos durante el 2005 y 2006. Laburando a full time, creyéndomela un poco, reemplazando familia. Con ingresos keniatas (como el medio hermano de Obama). No entendía nada. Iba vertiginosamente al colapso de la vida. Y así fue. Muchas cosas pasaron, me pasaron. Muchas cosas que no puedo resumir del todo y no tengo ganas de escribir ahora. No viene a cuento.
El tiempo pasó, se fue K hombre y asumió K mujer, las cuentas se mantenían, había laburo, pero yo cada vez más paria. Alejado de todo, y fugado del personaje que había sido. Hasta que una tarde de mayo, mi jefe me llama y me dice que hay que ayudar a Cristina y que se cuanto, y aquello, y esto otro. Ya sabía por dónde iba la cosa. No era la primera vez que enunciaba el monólogo maldito que preanunciaba la alquimia estadística. Pero a la vez era la primera vez que me planteaba esto desde que me había avivado que era libre, en cierta forma claro. Entonces otras formas aparecieron y dije lo que quería decir. Me la creí, me cree, pongan ustedes lo que quieran acá y le espeté un maduro yo no estoy para estas cosas, no estudié para hacer estas cosas. Y además te regalo un consejo: si pones esos números te van a salir a matar por todos lados. Yo, estas cosas no las hago.
Antes de bajar las escaleras y empezar a tirar curriculums y contactar amigos, me dirigí hacia la puerta de su oficina y mientras observaba a ese tipo de cierta relevancia en algunos ámbitos, solo ya en su monólogo, en su concierto, lejano, escuchaba una última psicopateada: No el podes entregar el país a la derecha. No le podemos entregar el país a la derecha. No le voy a entregar el país a la derecha.
Cerré la puerta y quedé del lado de afuera.
Quizá lo continúe. Abrazos.

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