Preludio
El cambio de hora lo hice en la casa de un amigo. Estábamos festejando su cumpleaños. Eso apuró la decisión de irnos. Antes de salir tenía en el celular dos mensaje, de mi hermano y mi sobrino, que me habían conseguido una entrada para el súper-clásico. Despedí a mis amigos y amigas que se iban a una fiesta y caminé hacia algún transporte que me llevara a casa, a la dulce espera. La idea de ir a la cancha así, de repente, sin mucha planificación, de modo inesperado, me entusiasmaba. Últimamente todo lo inesperado me entusiasma. Atrás quedaba el recuerdo del último river-Boca que presencié, en el cuál juré no volver a vivir un bodrio parecido. Fue el cero a cero de Merlo y Basile sentados en cada banco. Recuerdo haber contabilizado dos jugadas para river y media para boca. Un fiasco a tribuna llena. La puesta en escena de pactos pre-existentes entre los dos amigos. Este no podía ser igual, aquellas figuras ya no dirigían el juego. Mi carnet del millonario está en mora hace varios meses, marzo creo. Desde la cancha, nada me ofrecía mi equipo y hacía rato que yo no ofrecía nada desde las tribunas. El contrato estaba roto. Pero volver al Monumental en un river-boca y de modo inesperado, me sonaba grato. En definitiva estos pensamientos pretendían lograr un entusiasmo que durante la semana había perdido viendo la performance de la selección de Basile. Ese equipo, que jugó en Santiago sin enganche, sin un diez que distribuya, que pare la pelota y piense, sin Román digamos, me recordaba la intención constante de Simeone de hacer jugar al pibe Buonanote de volante por izquierda. Allá, cerca del corner, pasivo del juego. En la espera de otro no virtuoso que le arrime el balón apenas para tirar un centro. Cuanto desperdicio. Cuanto desprecio por el juego. Así estaba la cuestión. El suceso Basile mostraba que el rejunte de los mejores jugadores sin una organización del juego, sin la habilidad táctica que permitiese sacar el mayor provecho para el equipo, no garantizaba el resultado, ni el buen juego. Todo quedaba librado a la inspiración de sus jugadores. Era la entrega a un virtuosismo individual en el vacío de un equipo. Y llevando este planteo a river me encontraba con un equipo si enganche, sin virtuosismo y sin equipo. ¿Para qué iba a ir a la cancha?, me preguntaba si Román llevaba la diez estampada en la azul y oro. Y sabemos que el estadio no es el mejor sitio para neutrales. Pero aún así, me parecía un despropósito no aceptar esa entrada al gran acto del fútbol. Me sostenía en la esperanza, ese lugar común universal, que sentencia: los clásicos son partidos apartes. No importa que ocurrió antes. Es decir, el clásico no transita el camino de la historia ni de los pronósticos. Sin vueltas, el domingo me levanté y me fui a buscar mi entrada.
Pasé por lo de mi hermano y ya ahí las cosas se pusieron medias fuleras. La entrada, producto de la re-venta, tenía un precio cinco veces mayor al oficial. Seamos claros acá: mi hermano me ofreció una entrada de re-venta con un precio cinco veces mayor al valor de ventanilla. Ya no se puede hacer familia ni con la familia, pensé. En mi mano tenía la prueba de la estafa, una Sívori media quintuplicada en su valor. Tomé el subte y me baje en la estación Congreso. El paisaje era un colectivo humano de remeras de diversos diseños con el blanco y la franja roja cruzada. Después me enteré que la consigna era ir al estadio con la remera del equipo. Yo, bien gracias, pantalones de lino verde y remera gris. Ya desentonaba entre los feligreses. Mientras caminaba observaba a los extranjeros, europeos y más precisamente británicos, que replicaban aquí el ritual de la cerveza previo al partido en los bares que encontraban a su paso. A los locales, por nacionalidad, nada los detenía en su marcha hacia el evento. Nosotros hacemos la previa en el mismo estadio, con cocacolas y hamburguesas, sentaditos, esperando y parados, gritando. Grité mucho en la previa al comienzo del partido. Había una potencia retenida, contenida, luego de este período alejado de los campos de juego. Y lo saqué para afuera. En su mayoría, los cantitos mantenían esa impronta xenófoba con gargantas letales que ameritaban un desfile por el imaginario programa INADI Nights. Con la conducción estelar de M.J. Lubertino. Así y todo me entregué a la efervescencia del lugar. Observaba los bombos, la entrada sincronizada de la hinchada en su rol principal. Todo me sonaba familiar. La reserva había terminado uno a cero para river. Los pibes habían tocado la pelota en toda la superficie del campo de juego. Estábamos bien. La gente estaba contenta y expectante. Los equipos entraron y el ritual de la explosión de gargantas y banderas acompañó el trote de los once jugadores. Luego entró el visitante, el imposible de imitar Boca Juniors. Ahí estaba Román. Startdeshow, Baldasi.
Fin de acto
El partido ya fue. Terminó. Ganó el que tenía un jugador menos. Ganó el que tenia enganche. Ganó el visitante. El rival de ¿toda la vida? Ganaron los otros. Los de enfrente. Los que eran poquitos y apretados en ese corralón vengativo. Aquellos cuyo coro de voces era famoso pero ni se escuchó. Nosotros éramos, una vez más, mucha gente y poco equipo. Y los de enfrente no se iban. Cantaban, movían las manos, aplaudían, se reían, se burlaban. El club decidió, apenas terminó el partido, elevar el volumen a tope de los parlantes con avisos de publicidad que saturaban. Y ellos no se iban y la música taladraba el tímpano. Después de cuarenta y cinco minutos, la tribuna de enfrente quedó vacía. Vacía de gente pero llena de contenido. Una bandera solitaria decía: otra vez será!!! Abran la puerta, comenzó a gritar la gente. Y yo también lo deseaba en silencio. Los comentarios post-partido son infernales. Más cuando perdes y peor cuando es con boca de local: son un desastre, no juegan a nada, se tienen que ir todos. Es decir, lo de siempre. El estado de ánimo, alrededor de dos tiempos de cuarenta y cinco. Desde la popular coreaban el nombre del burrito. Como se sintió su ausencia. Porque con un tipo que marcara el pase y pusiera la pausa creo que alcanzaba y sobraba para este partido. Éste boca es un rival mediocre, y el river de Simeone es un equipo acelerado al mango.
El cambio de hora lo hice en la casa de un amigo. Estábamos festejando su cumpleaños. Eso apuró la decisión de irnos. Antes de salir tenía en el celular dos mensaje, de mi hermano y mi sobrino, que me habían conseguido una entrada para el súper-clásico. Despedí a mis amigos y amigas que se iban a una fiesta y caminé hacia algún transporte que me llevara a casa, a la dulce espera. La idea de ir a la cancha así, de repente, sin mucha planificación, de modo inesperado, me entusiasmaba. Últimamente todo lo inesperado me entusiasma. Atrás quedaba el recuerdo del último river-Boca que presencié, en el cuál juré no volver a vivir un bodrio parecido. Fue el cero a cero de Merlo y Basile sentados en cada banco. Recuerdo haber contabilizado dos jugadas para river y media para boca. Un fiasco a tribuna llena. La puesta en escena de pactos pre-existentes entre los dos amigos. Este no podía ser igual, aquellas figuras ya no dirigían el juego. Mi carnet del millonario está en mora hace varios meses, marzo creo. Desde la cancha, nada me ofrecía mi equipo y hacía rato que yo no ofrecía nada desde las tribunas. El contrato estaba roto. Pero volver al Monumental en un river-boca y de modo inesperado, me sonaba grato. En definitiva estos pensamientos pretendían lograr un entusiasmo que durante la semana había perdido viendo la performance de la selección de Basile. Ese equipo, que jugó en Santiago sin enganche, sin un diez que distribuya, que pare la pelota y piense, sin Román digamos, me recordaba la intención constante de Simeone de hacer jugar al pibe Buonanote de volante por izquierda. Allá, cerca del corner, pasivo del juego. En la espera de otro no virtuoso que le arrime el balón apenas para tirar un centro. Cuanto desperdicio. Cuanto desprecio por el juego. Así estaba la cuestión. El suceso Basile mostraba que el rejunte de los mejores jugadores sin una organización del juego, sin la habilidad táctica que permitiese sacar el mayor provecho para el equipo, no garantizaba el resultado, ni el buen juego. Todo quedaba librado a la inspiración de sus jugadores. Era la entrega a un virtuosismo individual en el vacío de un equipo. Y llevando este planteo a river me encontraba con un equipo si enganche, sin virtuosismo y sin equipo. ¿Para qué iba a ir a la cancha?, me preguntaba si Román llevaba la diez estampada en la azul y oro. Y sabemos que el estadio no es el mejor sitio para neutrales. Pero aún así, me parecía un despropósito no aceptar esa entrada al gran acto del fútbol. Me sostenía en la esperanza, ese lugar común universal, que sentencia: los clásicos son partidos apartes. No importa que ocurrió antes. Es decir, el clásico no transita el camino de la historia ni de los pronósticos. Sin vueltas, el domingo me levanté y me fui a buscar mi entrada.
Pasé por lo de mi hermano y ya ahí las cosas se pusieron medias fuleras. La entrada, producto de la re-venta, tenía un precio cinco veces mayor al oficial. Seamos claros acá: mi hermano me ofreció una entrada de re-venta con un precio cinco veces mayor al valor de ventanilla. Ya no se puede hacer familia ni con la familia, pensé. En mi mano tenía la prueba de la estafa, una Sívori media quintuplicada en su valor. Tomé el subte y me baje en la estación Congreso. El paisaje era un colectivo humano de remeras de diversos diseños con el blanco y la franja roja cruzada. Después me enteré que la consigna era ir al estadio con la remera del equipo. Yo, bien gracias, pantalones de lino verde y remera gris. Ya desentonaba entre los feligreses. Mientras caminaba observaba a los extranjeros, europeos y más precisamente británicos, que replicaban aquí el ritual de la cerveza previo al partido en los bares que encontraban a su paso. A los locales, por nacionalidad, nada los detenía en su marcha hacia el evento. Nosotros hacemos la previa en el mismo estadio, con cocacolas y hamburguesas, sentaditos, esperando y parados, gritando. Grité mucho en la previa al comienzo del partido. Había una potencia retenida, contenida, luego de este período alejado de los campos de juego. Y lo saqué para afuera. En su mayoría, los cantitos mantenían esa impronta xenófoba con gargantas letales que ameritaban un desfile por el imaginario programa INADI Nights. Con la conducción estelar de M.J. Lubertino. Así y todo me entregué a la efervescencia del lugar. Observaba los bombos, la entrada sincronizada de la hinchada en su rol principal. Todo me sonaba familiar. La reserva había terminado uno a cero para river. Los pibes habían tocado la pelota en toda la superficie del campo de juego. Estábamos bien. La gente estaba contenta y expectante. Los equipos entraron y el ritual de la explosión de gargantas y banderas acompañó el trote de los once jugadores. Luego entró el visitante, el imposible de imitar Boca Juniors. Ahí estaba Román. Startdeshow, Baldasi.
Fin de acto
El partido ya fue. Terminó. Ganó el que tenía un jugador menos. Ganó el que tenia enganche. Ganó el visitante. El rival de ¿toda la vida? Ganaron los otros. Los de enfrente. Los que eran poquitos y apretados en ese corralón vengativo. Aquellos cuyo coro de voces era famoso pero ni se escuchó. Nosotros éramos, una vez más, mucha gente y poco equipo. Y los de enfrente no se iban. Cantaban, movían las manos, aplaudían, se reían, se burlaban. El club decidió, apenas terminó el partido, elevar el volumen a tope de los parlantes con avisos de publicidad que saturaban. Y ellos no se iban y la música taladraba el tímpano. Después de cuarenta y cinco minutos, la tribuna de enfrente quedó vacía. Vacía de gente pero llena de contenido. Una bandera solitaria decía: otra vez será!!! Abran la puerta, comenzó a gritar la gente. Y yo también lo deseaba en silencio. Los comentarios post-partido son infernales. Más cuando perdes y peor cuando es con boca de local: son un desastre, no juegan a nada, se tienen que ir todos. Es decir, lo de siempre. El estado de ánimo, alrededor de dos tiempos de cuarenta y cinco. Desde la popular coreaban el nombre del burrito. Como se sintió su ausencia. Porque con un tipo que marcara el pase y pusiera la pausa creo que alcanzaba y sobraba para este partido. Éste boca es un rival mediocre, y el river de Simeone es un equipo acelerado al mango.
Abrieron las puertas y camine hasta la estación Congreso de Tucumán, mi destino era San Telmo, previa combinación. Pero en la estación siguiente, un grupo de boquenses abordaron y coparon varios vagones de la formación. Y ahí si se los escuchó. Tenían mucho que decir: que les dolía la pija de tanto coger, que Ahumada tenía razón. Y varias puteadas más. Uno de ellos en particular, agitaba con todo. En su mano tenía un asiento del estadio que se había choreado, y lo estampaba contra las paredes del vagón. El ruido y la exaltación atemorizaron a los pibes con camisetas de river y caras de pollitos. Había ganado el más fuerte en el vagón. Un rato antes, en la cancha, había ganado el más inteligente. Ese equipo que juega alrededor de un diez que sabe como caminar el césped. Ahora estamos cerca del puesto vigésimo del campeonato. En diez partidos ganamos uno. Pronto tocaremos un nuevo fondo. Así, acelerados, como su técnico. Pronto, el Monumental será la sede oficial del primer encuentro masivo de masoquistas. Y yo estaré ahí, con el escudo tatuado en el hombro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario