viernes, 3 de octubre de 2008

6)

Me voy a caminar. Chau.
Inmediatamente después de abrír la puerta ya transitaba por el bosque. Qué raro, pensaba. No reconozco lo que veo. A pesar de saber lo que es un árbol, una planta, un sendero o un cielo, los que se me presentaban no eran mis árboles, mis plantas, mis senderos o mis cielos. Como si estuviera en un espacio prestado, depositado por designios ajenos. En definitiva no era otra cosa que aquello que entendemos por nuevo, por novedoso. Como tomarme el 17 a la madrugada y, como pocas veces, sentir una empatía compartida con quienes nos trasladamos a esa hora, en ese lugar, y con diferentes destinos. La vida colectiva. Pero estaba en lo del bosque, mejor toco timbre y me bajo del bondi. La sensación era agradable y extraña. Mientras recorría sus pasillos con paredes de vegetación de difícil penetración que me impedían una visión lateral del camino, escuchaba música de guitarra. Me daba la sensación de estar próximo a un fogón con personas que aplaudían, cantaban y reían. Había una promesa de cierta felicidad al final del camino. Una vida posible, repetía mi cabeza. Pero no sentía ni la necesidad ni la obligación de encontrarlos. De verles las caras. Ya aparecerían. Ya chocaría con ellos. Esa era la impresión dominante. Me conformaba con su idea de existencia, con la idea de que algunos en esas circunstancias estuvieran allí. Casi sin constatar su real existencia. Su presencia por fuera de mi cabeza. El hecho de que formen parte del lugar me vastaba (si, con v). Vivía un estado alegórico. Y no parecía estar mal. Durante un tiempo.
Era de noche, pero el bosque lucía un esplendor lumínico artificial que generaba una mirada fantástica del lugar. Los reflectores acompañaban mi andar de aquí para allá. El resto eran voces. Ruidos humanos.
No sé cuanto caminé. El sentido del tiempo se desvanecía, convirtiéndose en islotes momentáneos. La realidad como instantes. Ya era de día. Seguía en el bosque. Pero ese bosque comenzó a poblarse de hombres. Más precisamente era un conjunto de hombres que corrían en una misma dirección. Una dirección contraria de la cuál provenía una fuerza potente. Una fuerza perseguidora. Lo extraño es que sentí el impulso de correr. Como si yo también fuese perseguido. Sin saber los motivos, correr se convertía en un imperativo. Algo me enlazaba a esos hombres que escapaban para salvar su pellejo. Era una situación de bandos. Estaban los que corrían, que los veía, y estaban los que perseguían, que sin verlos se manifestaban como fuerza perseguidora. Corría, sin hablar con nadie. Sin hacerme señas con los otros que corrían a mi lado. Corría para salvarme de esa fuerza. Mientras pensaba que ya era tarde para detenerme, la fuerza perseguidora delineó una silueta: indios sobre caballos. Estaban por todas partes, con sus flechas y sus arcos. Las opciones evaluadas eran o bien separarme del grupo y correr solo por el bosque y que con suerte me les pierda a los perseguidores o bien seguir con el conjunto y adentrarme en una zona urbana emplazada en medio del bosque. Decidí seguir hacia el concreto de la construcción. La casa se me presentaba como refugio. Al subir las escaleras encontré el resultado de una lucha de bandos: unos tirados en el piso y atados con sus camisas y sus jeans, los que por algún motivo reconocía como compañeros. Los otros, los indios, parados, victoriosos, con sus pieles relucientes. Uno de ellos se acercó a mí y sin entender ninguna palabra comprendí que había decidido mi muerte. Y sin mucho más me clavó el hacha en el medio de la cabeza. Fue un instante. Desde que comenzó a levantar el brazo hasta impactar el filo en mi cabeza, sentí mi entrega. Nada podía hacer. Nada atiné a hacer. Solo a pensar como era esto de morir, en presente. La herramienta perforó mi cabeza y quedó incrustada en ella. Luego, el indio me miró, yo seguí de pie y me indicó el camino a desandar. Bajé las escaleras. Con el hacha en la cabeza seguí caminando por el bosque. Volviendo por donde había venido. A pesar de la cresta de piedra filosa que cargaba, mi lucidez estaba intacta. Los otros edificios se presentaban como opciones alternativas que me hubiesen evitado el dolor de cabeza. Me hubiesen posibilitado otro destino. Mi cabeza seguía en un plano de persecución.
Seguí caminando, y al instante siguiente se hizo de noche, como al principio, llena de faroles lumínicos que no alcanzaba a detectar su ubicación. Volvieron a escucharse las guitarras, los cantos, las palmas, la idea de fuego, de humo, de ronda. Ya no tenía el hacha en mi cabeza. Había sobrevivido a mi pena.
Cuando abrí los ojos, recordé un deseo que tuve cuando cierta vez el cuerpo no se detenía en su temblor. Deseo que en algún momento fue un pedido: no quiero tener miedo.

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